ESO DE LA PEDAGOGÍA
Hace un tiempo recibí la llamada de un colega que me solicitaba ser árbitro en la corrección de un examen. Él estaba seguro de calificar con cero a un estudiante por su respuesta a una pregunta de física, mientras que el estudiante aseguraba que debería recibir la totalidad de los puntos previstos, a menos que el sistema estuviese en contra suya. El profesor y el estudiante se habían puesto de acuerdo en someter el caso a un árbitro imparcial y me eligieron como tal. Fui al despacho de mi colega y allí leí la pregunta del examen:
“Demuestre cómo es posible determinar la altura de un gran edificio con la ayuda de un barómetro”.
El estudiante había respondido: “Suba el barómetro al techo del edificio, amárrelo a una cuerda larga, descuélguelo hasta la calle, enseguida vuélvalo a subir y mida la longitud de la cuerda, la longitud de la cuerda equivale a la altura del edificio”. Hice notar que el estudiante tenía un argumento bastante plausible para que le fuera otorgada la totalidad de los puntos, puesto que había respondido completa y correctamente a la pregunta formulada. Pero si tal calificación le era asignada, quedaría en ventaja sobre los demás alumnos. Sugerí, entonces, que el estudiante tuviera una segunda oportunidad para responder a la misma pregunta. No me sorprendió que mi colega estuviera de acuerdo, pero me asombró que el alumno asumiera una posición similar. Concedí, entonces, al estudiante seis minutos para que pudiera responder a la pregunta, advirtiéndole que la respuesta debía demostrar un cierto conocimiento de física. Transcurrieron cinco minutos y no había escrito nada, le pregunté si quería abandonar la prueba, pero respondió “no”. Tenía varias soluciones al problema y estaba tratando de definir cuál sería el mejor. Me disculpé por interrumpirlo y le pedí que continuara. En el minuto siguiente garrapateó esta respuesta: “Lleve el barómetro al techo del edificio e inclínese sobre el borde, deje caer el barómetro y mida el tiempo de su caída con un cronómetro, luego calcule la altura del edificio empleando la fórmula s=at2” (s=longitud o altura, a=aceleración o gravedad, t=tiempo).
Esta vez le pregunté a mi colega si aceptaba; accedió y asignó al alumno casi la totalidad del puntaje. Yo me preparaba para salir, pero el estudiante me detuvo diciéndome que tenía otras respuestas al problema; le pregunté cuáles eran. Ah sí !, dijo el estudiante, “hay varias maneras de determinar la altura de un gran edificio con la ayuda de un barómetro, se puede por ejemplo, sacar el barómetro un día soleado, medir su altura, el largo de su sombra y el largo de la sombra del edificio y después empleando una simple proporción, calcular la altura del edificio”. Muy bien, le respondí, y las otras? Sí, me dijo, “existe un método de medida fundamental que a usted le encantará; según este método, usted toma el barómetro y sube por las escaleras, al subir va marcando la longitud del barómetro a lo largo del muro, luego cuenta el número de marcas y obtiene la altura del edificio en “unidades barométricas”, es un método muy directo. Y naturalmente, “si quiere un método más sofisticado, puede amarrar el barómetro a una cuerda, balancearla como un péndulo y determinar el valor de “g” al nivel de la calle y al nivel del techo del edificio, la altura del edificio puede, en principio, calcularse a partir de la diferencia entre los dos valores obtenidos”.
Finalmente, concluyó que existían varias maneras de resolver el problema, además de las ya mencionadas.“Probablemente la mejor, dijo, es tomar el barómetro y golpear a la puerta del administrador del edificio; cuando éste responda, usted le dice de esta manera: señor administrador, he aquí un excelente barómetro, si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo”. En ese momento le pregunté si conocía la respuesta convencional al problema. Ante la pregunta admitió que sí, pero argumentó que estaba harto de todos los maestros de secundaria que pretendían enseñar cómo pensar, cómo emplear el método científico, cómo explorar las profundidades de la lógica de un tema estudiado y todo eso de una manera pedante, como sucede a menudo en matemáticas modernas, sin mostrar la estructura misma del tema tratado. De regreso a mi oficina, reflexioné largo tiempo sobre este estudiante. Mejor que todos los informes sofisticados que hasta entonces había leído, éste alumno acababa de enseñarme la “Verdadera Pedagogía, la que se apega a la realidad”. Con jóvenes como éste, no le temo al futuro.
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